nuevas y efímeras pantallas
hilvanadas las unas con las otras
por los deseos de espectadores dispersos
Hito Steyerl
Inicia el capítulo de una serie de televisión, los objetos que circundan al aparato son curvos e irregulares, paños a crochet ondulantes y adornos de cerámica y peltre bajo una capa de polvo. Al centro, yace la pantalla iluminada y esplendorosa, lista para transmitir un nuevo episodio ante los espectadores dispersos, en distintos livings de distintas casas. Si el capítulo inicia antes del año 1977, este no puede ser interrumpido por comerciales publicitarios durante el rango de su transmisión y estos solo puede durar un máximo de 6 minutos por cada hora. Por el contrario, si el capítulo inicia después de ese año, se verá interrumpido constantemente por comerciales de distinta índole, ya que la televisión en Chile ha sido vaciada de su financiamiento mixto y ahora debe recurrir a la publicidad como única fuente de capital (Fuenzalida, 1983).
Pasan los años y por primera vez desde antes del inicio de la dictadura, la izquierda puede programar un segmento en la televisión. El arcoiris de la Franja del NO recorre las pantallas y muchas de estas ya transmiten las imágenes a color. Unos años antes, el Ministro Secretario General de Gobierno de Pinochet ya había declarado que nunca antes el pueblo de Chile había tenido acceso a las cosas como ahora: “en cada casa hay un televisor”.
Dos décadas más tarde, al filo de los años dos mil, los estudiantes secundarios se divierten en sus tiempos libres, atentos a la tonalidad amarilla de Pikachu y los demás pokemones de la saga. La publicidad, a diferencia de algunas décadas anteriores, es casi equivalente a la duración completa de un capítulo y todos los comerciales presentan un nuevo objeto referente a la serie Pokémon: cartas, relojes, peluches, figuras en miniatura, etc. Los personajes entran y salen de la pantalla, para verse replicados sobre distintas superficies palpables, que reproducen las figuras y conciben múltiples salidas mercantiles de las mismas. La mirada, entonces, choca con objetos portables, que se visualizan en todo momento, antes y después de posar los ojos sobre la transmisión de la serie, a la misma hora, cada día.
Tras casi veinticuatro años desde su primera emisión, Adiós Pikachu deja de ser un episodio de la serie Pokémon y se convierte hoy en una exposición de arte contemporáneo del artista Marco Arias. La imagen de Pikachu multiplicado por la pantalla sale de su mampara electrónica original y se reproduce sobre otros cuadriláteros, que lo reciben en la sala del museo y exhiben el amarillo monocromo en las distintas extensiones y materialidades sobre las que alcanza nuevas formas: acrílico sobre lienzo, cajas de luz, tela inflable.
El arte contemporáneo es una constelación de sistemas por los que sobrevienen filtraciones de objetos, referentes y herramientas de distinto origen y naturaleza, siempre provenientes de la amplia matriz que supone la vida cotidiana de quien los deja caer bajo una obra. Así, el arte pop de los sesenta fue un pasadizo para atravesar el umbral de la banalidad cotidiana –en forma de latas de sopa, tiras cómicas o iconos masivos– al valor simbólico de una obra de arte. Roy Lichtenstein, Andy Warhol o Sigmar Polke, por ejemplo, retrotraen la futilidad de los artículos ordinarios a la superficie aurática de sus trabajos visuales.
“No dibujo una imagen para reproducirla, sino para recomponerla” decía Roy Lichtenstein sobre su producción visual, ante las críticas de sus contemporáneos en 1967. Las obras reunidas en Adiospikachu no constituyen el retrato o copia de un referente, sino que recomponen una efigie incorpórea, en eterno flujo y siempre emplazada dentro de la figura cuadrilátera de la pantalla. Hoy estas secuencias en movimiento han sido detenidas en forma de capturas estáticas, pintadas por el autor de estas obras y emplazadas sobre nuevos cuadriláteros que las soportan.
La serie de trabajos nos deja en claro los intervalos y oscilaciones que es capaz de alcanzar la misma imagen: desde la pantalla de televisión, los fotogramas de su transmisión visionados en cajas de luz, las pinturas en acrílico, las figuras en miniatura y la escultura de tela sintética inflable, que colisiona con el techo de la sala del museo. Así, aquel amarillo centelleante de Pikachu, nacido y siempre visto a través de una iluminada gradación televisiva, hoy toma posición frente a nuestros ojos y camina más allá de su pantalla natal.
Los Pikachus presentados en estas obras condensan las distintas miradas que alguna vez lo observaron a lo largo de las épocas: las del contexto que dio origen a la serie, donde se acogieron por primera vez en la soledad del flujo televisivo de cada tarde y las de una coyuntura en la que muchos de aquellos jóvenes que alguna vez vieron Pokémon en televisión, salen a manifestarse en el espacio público y se encuentran con esos mismos referentes animados, como parte del enjambre de identidades que conforman el levantamiento ciudadano en Chile. Por lo mismo, no es casualidad que estas obras se expongan a poco tiempo de la irrupción de Pikachu en las calles, donde dicha presencia constituye el último repliegue público de la imagen y una estela de la infancia se extiende hasta la actualidad.
Observar hoy la vibración del acrílico amarillo formando al cuerpo de Pikachu es también volver a otras superficies, porque a lo largo de las décadas, distintos amarillos: amarilla es la tonalidad de los pantalones que viste la figura central de la obra Los fusilamientos del 3 de mayo de Francisco de Goya; amarillo es uno de los colores básicos con los que Aleksandr Rodchenko sostuvo el ocaso del medio pictórico en La muerte de la pintura; amarillo es el color del cabello brillante y caucásico de las figuras femeninas de Lichtenstein. Como ya mencionamos, el amarillo de Pikachu nació bajo una tonalidad televisiva, en aparatos de tubo durante el fin de siglo y por tanto, uno de los desafíos a los que se enfrenta Marco Arias, es ser capaz de extender ese brillo y tinte en la concretura del lienzo.
“Frente a la continuidad del mundo real, la pintura es un campo de articulaciones o divisiones” escribió Rosalind Krauss el año 1977, para referirse a la independencia de la superficie plana y limitada del cuadro como soporte del medio pictórico, aquella independencia que le permite ser transportado y montado sucesivamente a lo largo de distintas superficies y tiempos verticales. Sobre esto, la figura de Pikachu nació delimitada por la rectitud angular de la pantalla y pese a ser una imagen en movimiento, no le es posible abandonar los propios marcos físicos de la televisión y por ende, salir y rebelarse ante la gravedad física de quienes lo observan desde el otro lado del cristal. Si bien la importancia que consigue dentro de la cotidianidad de sus espectadores queda clara a la hora de observar los comerciales y objetos sobre los que se reproduce su imagen, por más que se intente palpar y retener a Pikachu bajo el tacto de las manos, su inscripción en el mundo físico nunca será como el de su realidad televisiva: los caudales permitidos en la existencia de nuestra dimensión no son dibujados, ingrávidos ni etéreos, sino concretos, normados y finitos. Allá donde nuestro habitar continúa y se transforma con el paso del tiempo, la imagen original de Adiós Pikachu prosigue intacta.
Volver a ver hoy a Pikachu en las pinturas de Marco Arias es regresar a instantes del pasado, transitar la pantalla desde el living al museo y con ello ir más allá de los muros que separan estos dos espacios, física y socialmente dispares. “Solo a través de una distancia podemos entender el mundo” sostuvo el artista Jack Goldstein a propósito de su trabajo The jump, a lo que Douglas Crimp agregó que “solo experimentamos la realidad a través de las imágenes que hacemos de ella”.
Los trabajos de Arias nos devuelven a esas tardes noventeras frente al televisor y a través de la distancia que posibilitan sus tránsitos y representaciones, nos permiten posar la mirada sobre el Chile de la transición democrática y la disyuntiva que nos produce volver a mirar las capas que envuelven aquella época, entre el hastío político y el afecto hacia la propia infancia de nuestra generación, una que nunca imaginó volver a encontrarse con estas imágenes, más de veinte años después, presentadas como arte bajo un trasnoche de mentalidad televisiva.