Hace unos meses recibí la invitación de Marco Arias para escribir un texto sobre su exposición “Adiospikachu”. En esa instancia, Marco me comentó que había leído mi tesis de magíster,[1] dedicada a pensar, situadamente, el concepto superflat, elaborado por el artista japonés Takashi Murakami el año 2000. Cuando concluí la escritura de esa tesis a fines de 2009 pensé en la carencia de interlocutores que en un país como Chile habría para continuar discutiendo sobre los asuntos trabajados en esa investigación. Imaginé que quizás en unos diez años emergiera algún interés, pero lo más probable era que eso no ocurriera. Para mi sorpresa, en nuestra conversación virtual, Marco realizó agudas observaciones a las ideas desplegadas en el escrito del 2009. Pero más interesante aún fue constatar que no solo él, sino un grupo de jóvenes artistas chilenos estaban desarrollando, desde hace unos años, proyectos que dialogaban, interpelaban, recuperaban y sobre todo, se apropiaban del imaginario y los signos -o sus fragmentos—de una subcultura pop de animé y videojuegos de origen japonés.
Se trata de una generación[2] que creció y más bien, convivió cotidianamente con llamativos y metamórficos personajes, pegajosas canciones de apertura, una jerga especializada, tramas heroicas y dramáticas, pero también cómicas que se desplegaban capítulo tras capítulo, día tras día en los diferentes shows que transmitía la televisión chilena a mediados de la década de 1990. Marco Arias es, sin duda, un destacado exponente de este grupo y, probablemente, el que de manera más directa utiliza y problematiza en su obra los iconos de la producción animada japonesa que circularon y proliferaron a nivel local en los años de la postdictadura. Este interés de Arias por copiar, traspasar o reproducir a mano los “monos” japoneses comenzó varios años antes de su formación como artista, cuando -al igual que muchos en su generación— se dedicaba a garabatear y dibujar aquellas figuras que veía a diario en la televisión y que terminaron constituyendo, en buena medida, un imaginario de infancia compartido por un sinnúmero de coetáneos.
En su obra “Resurrección de Lázaro” de 2017, el artista yuxtapone los iconos pop locales con los nipones, en una amalgama pictórica que genera cortocircuitos visuales, pero que sugiere el tipo de acumulación y yuxtaposición iconográfica que se articuló en la mente de niños, niñas y adolescentes de los 90 expuestos a un caudal de imágenes insospechado. Quizás, por primera vez, la industria del entretenimiento local ofrecía tantos productos para el consumo masivo de esa audiencia específica.[3] De forma muy distinta, en 2018, Arias se detiene solo en el imaginario pop nipón para realizar series de pinturas. Además, en ellas, cada pieza está destinada a la figura de un solo personaje el cual aparece recortado, visto de forma parcial, como en el díptico de la muestra “Genkidama” en el Centro Cultural del España o en “El Prisma Lunar”, montada en La Posada del Corregidor el mismo año. Siguiendo esa línea, en la actual exhibición en el MAC de Quinta Normal, el artista cifra su atención en el archiconocido personaje Pikachu, pero a diferencia de los proyectos de 2018, en este caso todas las piezas de la muestra abordan y exploran este emblemático Pokémon, a quien vemos representado insistentemente en diferentes medios, formatos y dimensiones: un mural pictórico compuesto por seis módulos, figuritas de plástico coleccionables, un coloso inflable, un collage audiovisual, capturas de pantallas impresas y montadas en cajas de luz, entre otros.
El concepto superflat fue acuñado por Takashi Murakami para referirse a una forma específica de producción artística que se dio cita durante los años 90 en Tokio: el “Tokyo Neo Pop”. Pero más que una tendencia o movimiento, esta noción apunta a definir un particular tipo de sensibilidad por las formas puras, superficiales, o que muestran adhesión al plano o soporte y que ha estado presente de manera constante y fluida en la visualidad nipona desde muy antiguo, mucho antes de los procesos de modernización iniciados hacia 1868 con la Restauración Meiji (Murakami, 2000, p. 5). La rehabilitación de esta sensibilidad “superplana” bajo la inédita articulación teórica de Murakami, permitió establecer una suerte de linaje, donde la visualidad contemporánea japonesa, conformada por muy diversas formas de producción (manga, videojuegos, animé, diseño gráfico, publicidad, artes visuales, etc.), podía asumirse como heredera de un legado cultural identificable en numerosos artefactos e imágenes del pasado reciente y también pre-moderno. De tal modo, superflat es un concepto que favorece la composición del relato sobre un tipo de sensibilidad propensa a lo plano, que ha emergido históricamente de manera interrumpida pero constante y que constituye una particularidad cultural de Japón. En ese sentido, la obra de Murakami, y de muchos exponentes de su generación, es un capítulo más del extendido linaje superflat.
Considerando lo anterior, ¿es posible utilizar esta noción para interpretar un fenómeno que acontece en el medio artístico chileno, a sabiendas que su configuración original respondió a la necesidad de describir y comprender una especificidad de la cultura japonesa? Evidentemente su apropiación gatillará descontextualizaciones y desvirtuará sus sentidos, no obstante, me parece que el término igualmente puede ofrecer elementos de juicio para una aproximación crítica a la muestra “Adiospikachu” de Marco Arias. Siguiendo este postulado, propondré a continuación tres posibles irradiaciones y derivas de la noción superflat en la obra reciente del artista chileno.
Primero que todo, habría que referirse a lo más evidente. Como se ha señalado, la sensibilidad superflat alude a un gusto por las formas planas y bidimensionales, y es lo que ocurre claramente en los dos polípticos que Arias dedica al popular Pokémon. En estas transcripciones y adaptaciones a parámetros pictóricos del dibujito animado observado a través de una pantalla de televisión,[4] la figura no pierde su forma original, ni su colorido, tampoco el brillo característico de la pantalla, que es sugerido gracias al uso de una pintura industrial y sintética como el acrílico. En otras palabras, en el proceso de transcripción medial el carácter superficial de la imagen referencial no solo es respetada sino expuesta y reafirmada en la medida en que los recursos de la pintura acentúan los efectos visuales bidimensionales: zonas parejas de color, saturación del tinte, valor de la línea de contorno, entre otros. Sin embargo, el formato agudamente apaisado, muy distinto al “cuadrado” de la tele noventera, obstaculiza que Pikachu aparezca representado de cuerpo completo. Pese a esta parcialidad, a la visión truncada que se nos ofrece, su fisonomía resulta, para una mayoritaria audiencia, inconfundible.
En estos polípticos de Arias, y de forma muy similar a lo que ocurría con ciertas pinturas de Murakami, no sólo el proceso de recomposición es prolijo, el resultado final es una imagen meticulosamente elaborada cuya mano de obra suprime, a distancia prudente, los rastros de su confección. A mi juicio, lo interesante en estos procesos artesanales de transferencia medial es la afectación que experimenta la pintura no tanto a causa de un imaginario que proviene de un contexto totalmente ajeno, sino del modo de transmisión y recepción de los íconos que alimentan dicho imaginario, canalizado fundamentalmente a través de la pantalla de vidrio de una tele de tubo. Sin duda, para la generación de Arias, la imagen proyectada por la pantalla es un elemento central. Esto quiere decir que la mirada de esta generación no solo está invadida por los personajes de la producción animada japonesa, sino principalmente por las modalidades de mediación de esa imagen animada: fulgurante, cuadrada y pequeña, poco definida, descompuesta o fragmentada, y plana, súper plana. La pintura es interpelada por la pantalla, en la exploración de sus posibles diálogos, tensiones y discrepancias, lo cual se efectúa desde una condición visual compartida: la exacerbación de la superficie.
A raíz de la reflexión en torno al concepto superflat emerge, asimismo, la pregunta sobre las transferencias culturales desde el contexto japonés al chileno, propiciadas por las dinámicas globalizantes de los medios de comunicación y los sistemas de entretención de la cultura de masas. No cabe duda que, hacia la década de los 80, Japón se convirtió en uno de los principales productores de imágenes de la industria cultural a nivel mundial. Pero lo que realmente interesa acá es el cuestionamiento por los modos de recepción y uso de dichas imágenes en el ámbito local, ya que, al fin y al cabo, de eso trata la obra y la reciente exhibición de Arias: ¿qué representa Pikachu en el contexto cultural chileno?, ¿qué hace Pikachu fuera de la televisión y los videojuegos, emplazado en las salas de un museo de arte contemporáneo a 17.236 kilómetros de Tokio?
Es importante advertir que en la cultura popular de masas los influjos de los productos de consumo sobre el público no deben reducirse a la mera manipulación y domesticación de las conciencias favorecidas por la eficaz operación de los medios. Como plantean ciertos teóricos latinoamericanos de la cultura popular (Alabarces, 2008 y 2014; García-Canclini, 1988; Martín-Barbero, 1991), aquello sujetos situados en un lugar alterno a los centros productivos y que son expuestos a modos culturales hegemónicos, tienen la oportunidad de apropiarse críticamente de los signos y dispositivos de la cultura que ejerce el dominio. En el caso de Arias, la apropiación del personaje Pikachu se efectúa principalmente desde los códigos y medialidades del arte: pintura, instalación, video y escultura para discutir, de esa forma, las repercusiones que el icono ha tenido en la cultura popular del Chile de postdictadura.
Si bien es cierto que Arias carea una forma cultural hegemónica -el sistema de las artes visuales— con otra muy distinta, pero igualmente dominante -la cultura pop japonesa—, lo hace situado en un territorio caracterizado históricamente por los procesos colonialistas de transferencia cultural. El cuestionamiento es qué efectos pueden desencadenarse cuando se induce esta interesante triangulación de factores.
Hay que aclarar que los enfrentamientos entre zonas o elementos de poder han estado presentes en la obra de Marco Arias desde sus inicios. En términos iconográficos, ha trabajado con figuras del mundo empresarial chileno (como en The Forbes Club de 2016) y con los personajes más poderosos de las series animadas que cita en sus obras. En relación con los recursos visuales, el artista se ha enfocado en un medio tradicional como la pintura y no solo eso, ha elegido recurrentemente el gran formato, ejecutando en ocasiones verdaderos murales de gravitante presencia. Asimismo, en su traspaso de la pantalla al soporte pictórico, muchas veces las capturas son reencuadradas para enfocarse en los gestos más enérgicos de las figuras; aquellos donde se concentra la expresión de su poder. Esto es lo que ocurre, por ejemplo, con el mural de doce metros, pintado pulcramente a mano en un brillante acrílico de tintes amarillos y tonos ocre, donde solo se reconoce el lomo de Pikachu y su emblemática cola en forma de rayo, que alude, en una rima formal, a su principal atributo: la expulsión de energía eléctrica.
También entre las piezas colosales de la exhibición se encuentra una escultura inflable de casi 6 metros de altura, confeccionada en tela PVC por una compañía china. No obstante, el espacio en que se emplaza la pieza no parece el más adecuado para sus desproporcionadas dimensiones. El “mono” apenas entra en la sala del museo, a tal punto que paredes y techo constriñen y deforman al risueño personaje. A raíz de esta deliberada inadecuación del gigante Pikachu al espacio de exhibición, puede pensarse que su impertinencia apunta a una cuestión más significativa, de alcance cultural. Es la improcedencia de la aparición de un icono banal, de consumo masivo e importado en uno de los museos de arte más relevantes del circuito doméstico. La infiltración y proliferación del trivial personaje en una institución oficial del arte chileno sugiere la necesidad de un diálogo más fluido y menos limitante entre una cultura de masas global, con arraigo local, y la denominada alta cultura o sistema del arte propiamente tal. Sostiene esta misma idea la convivencia en la exhibición de representaciones efectuadas en medios tradicionales (pintura) con aquellas facturadas industrialmente en materiales y soportes ajenos a la tradición artística (tela de PVC, figurillas de plástico, pantallazos impresos). De esta manera, no solo los códigos y símbolos, sino también los modos de producción, circulación y recepción de ambos regímenes se hacen parte sin demarcar fronteras. Para la generación de Arias, la batalla por el predominio de uno sobre otro resulta en la práctica, y en un contexto como el chileno, inoperante y se reduce, ante todo, a un asunto ideológico.
“Adiospikachu” invita al sistema del arte, desde sus propios espacios de legitimación y consagración, a efectuar una exploración detenida sobre los aspectos iconográficos y mediales de los productos de la animación japonesa noventera, consumidos transversalmente por una generación completa en Chile. Estos elementos culturales, muchas veces ignorados, son un factor fundamental para comprender cómo se articuló la mirada del grueso público que hoy bordea los 30. Rango etario que, según fuentes ministeriales (2020), es uno de los que mayormente visita museos públicos.[5]
Asimismo, la industria cultural, en su necesidad de apropiarse y penetrar en todas las formas de cultura, queda a merced de los usos sociales que los consumidores, entre ellos, los agentes del mundo del arte, hacen de sus símbolos, códigos y estrategias de producción, difusión y posesión de imágenes, eventos y objetos. No es novedoso decir que la cultura de masas tiene la habilidad de despolitizar lo que toca; el intercambio mercantil exige la neutralización del conflicto. Sin embargo, esta puede también ocuparse como un caballo de Troya. El “anzuelo Pikachu” aporta al sistema artístico su cautivo y numeroso público, y es ahí donde el arte debiese mostrar su capacidad para revertir el influjo domesticador de la industria, capturando la atención de los sujetos e incitándolos a deliberar y poner en crisis lo irrecusable. Así, los regímenes hegemónicos son expuestos, en territorios culturalmente residuales como este, a prácticas de cuestionamiento y desacato.
Una característica de la tendencia superflat en el arte japonés de los 90 fue precisamente reivindicar ese cinismo del Pop Art angloparlante en relación con la actitud celebratoria de lo superficial -entendido como lo banal, lo vulgar, lo prosaico o menudo-, que lo auto-eximía de cualquier comentario crítico a los patrones productivos y de consumo de las sociedades de masas. Cinismo porque esta conducta autocomplaciente plasmada en una sensibilidad por lo plano, escondía, en realidad, un espesor que se pispaba cuando el efecto espectacular de la imagen se desvanecía. En la obra de Murakami, la literalidad del motivo representado reduce, a primera vista, cualquier impulso interpretativo en función del significado. ¿Hay algo tras el vacío de lo plano?, es la pregunta esperable frente a la apología de lo superficial. El artista japonés resitúa la noción superflat en el contexto del arte contemporáneo, elaborando una propuesta visual y artística que, sin renunciar a lo trivial, revela dos asuntos medulares de los procesos modernizadores en Japón. Por una parte, la negativa de la sociedad nipona a comentar, dialogar, pensar y hacerse cargo de los acontecimientos traumáticos de su pasado moderno y, por otra, la visión internalizada, tras la embestida colonizadora de occidente, de que la japonesa es una cultura de la reproducción: derivada, secundaria y residual.
Pikachu, producto de una cultura bastarda devenida hegemónica, es transferido durante los 90 al contexto chileno. El simpático Pokémon se convirtió, con el correr de los años, en uno de los más emblemáticos iconos de la cultura de masas global a nivel local. Su reconocimiento es transversal y trasciende asuntos de clase, rangos etarios y condiciones de sexo y género. Y por eso mismo, en las pinturas de Arias, la visión parcializada del personaje no impide su identificación plena para la mayor parte del público.
Sin embargo, la imagen de este personaje, simple, lúdico y banal, reveló en este contexto ajeno y doblemente colonizado, su espesor cultural y político. No es novedad decir que en los últimos años Pikachu devino un símbolo de identificación colectiva aglutinante. La apropiación popular del mono amarillo en la revuelta social de 2019 marcó, a mi juicio, un hito sin mayores precedentes en el plano cultural doméstico: la conjunción entre signos de la cultura de masas, modos de expresión de los segmentos subalternizados y manifestación política en el espacio público. En este diagrama, donde se gatilló la primera infiltración de Pikachu en el ámbito institucional (la elección de Giovanna Grandón como constituyente), el sistema del arte oficial pareció incapaz de reaccionar y participar. El gesto de Marco Arias restituye, en parte, esa falta. En un comentario emotivo y afectado, busca revertir la desvinculación e integrar las artes visuales contemporáneas al diálogo social. Comparable, quizás, al conmovedor momento del capítulo “Adiós Pikachu” en que el afable personaje se encuentra y reconoce entre sus semejantes.
[1] Delpiano K., Ma. José (2010). Modernidad y modernización de las artes visuales en Japón. Lecturas desde el concepto “superflat” de Takashi Murakami. Disponible en http://repositorio.uchile.cl/handle/2250/101297
[2] Aliwen la denominó la generación “ketamina”, cuya principal característica sería “el cruce entre las prácticas artísticas locales y la cultura popular de Extremo Oriente, ya sea como fuente iconográfica directa o sus quiebres, torsiones y roturas” (2018, s.n.). (Sobre consultas relacionadas con la bibliografía de esta autora, contactar a: aliwen.munoz@ug.uchile.cl). Por su parte, Wladymir Bernechea alude a cuatro artistas visuales que han establecido contacto estrecho con esta subcultura japonesa: Marco Arias, Sebastián Riffo, Cabra Caluga y Patricio Gutiérrez (2018, p. 25). Asimismo, habría que incluir al propio Bernechea en este diagrama y a Leonora Pardo y Pablo Suazo, quienes expusieron junto a Bernechea y Arias en la muestra “Depresión Post Pop”, en 2017.
[3] Por ello, más que un icono central en el imaginario de infancia de Arias, la imagen de Pikachu y, pienso, otras figuras y personajes emblemáticos de la producción animada japonesa que se transmitió en Chile durante los 90, visualizan el modo en que toda una generación se reconoce y vincula.
[4] Como la del monitor incluido en la muestra, que transmite un collage audiovisual con el capítulo “Adiós Pikachu” y una tanda publicitaria característica de la televisión de los 90 en Chile. Modalidades de visionar la serie muy parecidas a las que, imagino, experimentaba el propio artista en su infancia.
[5] Según el estudio Visitantes de museos chilenos: Oportunidades y desafíos para el sector de museos, el segmento etario entre los 26 y los 45 años es el que concentra un 45% del total de visitas a museos de carácter público, y la edad promedio de quienes asisten a estas instituciones se cifra en los 36 años (2020, p. 39).