Lo propio no es algo simplemente dado, como una fecha, antes
bien, es el resultado de una apropiación exitosa
Byung-Chul Han
Hace poco me encontré con un meme que decía “es extraño pensar que muchas identidades tienen sus raíces en la mercancía”. La frase aparecía acompañada por una enorme y colorida colección de figuras de superhéroes de la franquicia DC Comic. Si bien el arte moderno, acreedor de la alta cultura, articula un tipo de poética que tiende a socavar las segundas y terceras intenciones, en virtud de un encuentro real con sensaciones e ideas, en el capitalismo global no existe tal economía de los signos. Una red especulativa da vida al arte como imaginario, y sus canales y recursos materiales no guardan diferencias sustanciales con el resto de las mercancías. La diferencia es que sus contenidos —proyectados la mayoría de las veces sobre nichos aislados, replegados en su especificidad— no poseen un valor social prioritario, debido lógicamente a su enfoque encriptado que no satisface pulsiones inmediatas o necesidades prácticas. La poética del arte sigue siendo la de auto-exhibir lo que acontece, transformando el objetivo, la utilidad o el fin de sus manifestaciones en algo inconexo, conflictivo o ausente. La virtud del arte es volver presente lo impensado en un espacio y tiempo donde domina la imaginación.
Esta poética del arte moderno carga con dos siglos de cambios acelerados en la historia de la humanidad. Lo transitorio en la producción mercantil, por el contrario, en su libre e impetuoso flujo, en su ausencia de hogar o sepulcro, a diferencia del arte, construye nuevas poéticas que unen a enormes masas y culturas, sirviéndose de nuevas técnicas, generando incontables segundas intenciones, extrapolando la imaginación hasta cuestionar los límites de lo posible, y mezclando una y otra vez de forma hábil o bastarda los materiales del pasado. El carácter narrativo de las producciones encuentra sus audiencias objetivas de acuerdo a tendencias de gusto, y la muerte del autor o la destrucción de la cuarta pared resuenan a lo lejos como un asunto intelectual que bien puede ser entendido como fetiche. La pulsión de muerte de las masas debe ser canalizada a través de imágenes-movimiento que ofrezcan euforia, angustia, frustración, deleite, desesperanza, dolor, placer, rabia o alegría, dispensadas bajo experiencias inmersivas en primera persona, nuevas tendencias musicales, clips de moda, sagas de acción, etcétera.
Los tipos de narrativas que pasan a formar parte de nuestra vida responden a modos creativos de construcción y representación que no caben dentro de los códigos del arte contemporáneo, pero su lugar en la sociedad es más profundo y estructural. Se mueve como una sustancia en el subfondo de recuerdos compartidos (efecto indisociable de la serialidad industrial y el tráfico de producciones ligadas al entretenimiento). La idea de cultura y comunidad en las sociedades postindustriales está tejida por poéticas que tienen su origen en la mercancía. Para Byung-Chul Han, todos somos turistas en la época de la hiperculturalidad.
Así, en la década del 2000 en Chile, un número impreciso de factores provocó el surgimiento de una tribu urbana autodenominada ‘Pokemones’. Se trató de una identidad adolescente desterritorializada, híbrida, hedonista y narcisista, que actualizó los límites estéticos del habitar en el espacio público instalando un polo inusitado de disrupción visual y radicalidad conductual. Adiós Pikachu de Marco Arias propone una suerte de inventario del leitmotiv visual de la popular serie animada Pokémon estrenada en 1997: un roedor amarillo de cola puntiaguda en forma de rayo. En esta exposición, las líneas temporales se rozan y entrelazan de forma incontrolada, y ahí donde el artista encuentra un motivo atesorado de su infancia —asociado a experiencias fragmentarias que en su memoria se aferran de forma desahuciada a imágenes devenidas símbolos—, el espectador ve un torbellino de referencias personales y colectivas que abarcan múltiples y disímiles niveles de relación con el mundo. Desde una convencional que investida en corporeo de Pikachu se alzó como estandarte popular de las protestas chilenas originadas en octubre de 2019, hasta aeronaves internacionales revestidas con el multicolor universo de Pokémon o carteles de tránsito que prohíben jugar su adaptación a celular mientras se camina.
Los jóvenes Pokemones de los 2000 en Chile fueron una generación que creció viendo esta serie animada en el living de su casa, pocos años antes de la masificación de internet, cuando la eclosión entre destape e iniciación sexual se combinó con avatares e interfaces de contacto social previamente inexistentes, que erigieron nuevas identidades sujetas a imaginarios enraizados en pantallas saturadas por contenidos globalizados. Los tormentos de la historia se cuelan en el presente configurando una dimensión aparentemente invisible desbordada de fantasmas: Pokémon nace como un role-playing game para la consola Game Boy en 1996, inspirado en la tradición de monstruos nipones conocimos como kaijus. Estos alimentaron por décadas un imaginario postnuclear inaugurado por Godzilla a mediados del siglo XX. Godzilla, a su vez, es una metáfora de las bombas lanzadas sobre dos ciudades habitadas de Japón en el ocaso de la Segunda Guerra Mundial. La utilización de estas armas de destrucción masiva ha sido uno de los actos más inhumanos cometidos en la historia y marca un hito en la era moderna debido a sus alcances y consecuencias tanto para esta nación insular del Pacífico como para el resto del mundo.
Tras una extensa producción de films caracterizados por efectos especiales en mega-batallas que utilizaban zonas urbanas como cuadriláteros entre monstruos, robots y criaturas espaciales, Pokémon abre una nueva arista dentro de este prolífico bestiario cinematográfico para dar origen a otra dimensión de los kaijus, esta vez estructurada bajo un guión autosuficiente, que configuró un universo en sí mismo, ramificado, expansivo y transterritorial. Videojuegos, series, películas, cartas y toda clase de merchandising componen esta fauna ficcional, donde niños y adolescentes sin tutela se mueven por un mapa hoy en día planetario, capturando monstruos digitalizables, categorizados bajo elementos y niveles evolutivos de pelea. Los efectos que ha ejercido este relato trascienden generaciones y ocupan zonas lúdicas y emotivas incuantificables en personas de todo el mundo.
Adiós Pikachu se titula uno de los capítulos de la primera temporada de la serie protagonizada por Ash y su famoso pocket monster. La exposición de Marco Arias es un viaje al origen, una búsqueda del tiempo perdido guiada por signos y objetos primarios del repositorio de imágenes ligadas a la serie. Estos se disponen en el espacio como figuras que encarnan las infinitas posibilidades de la ficción que envuelve al mundo de Pokémon. Se trata de una síntesis que, sin embargo, activa en su generalidad y la de Pikachu las incontables tramas y contextos supeditados a la capacidad mercantil de este producto, tan dúctil y maleable, tan accesible y corriente, imbricado en el cotidiano de espectadores y no espectadores. La escasa visibilidad del arte en el mundo actual contrasta con la hegemónica presencia de Pokémon a nivel planetario. Sin embargo, su lugar al interior del arte activa una prolongación más de sus posibilidades: es tal vez el espacio más sensible donde puede acontecer, lo que permite por un lado pensar su historia y las ideas que ha instalado, y por otro experimentar un estado continuo de contenidos ligados a la biografía emotiva de quien visita la exposición. Esta última faceta revela las enormes zonas subjetivas en común que nutren al cuerpo referencial e indiferenciado de Pokémon. Una nebulosa isla de ensueño donde se disuelven las particularidades y donde los residentes y viajeros reviven olvidos y transforman recuerdos de aventuras una y otra vez.